Obra ganadora - Tema Lopera

III CERTAMEN RELATOS BREVES "ECOS LOPERANOS"


El inquisidor y yo

A la atención de Gonzalo Giménez de Cisneros, inquisidor general de la fe:

Reverendísima eminencia, hace algún tiempo que llegué a la villa de Lopera, en el partido de Calatrava - tal y como vuestra merced me ordenó- para llevar a cabo la búsqueda del tesoro calatravo, el cual, a causa del demonio o de los hombres aún no ha sido encontrado. Para mi humilde acomodo me he alojado en la "Posada de la Cruz" - donde los vecinos dicen que en su día se alojó Miguel de Cervantes - en la calle Real, junto a la muralla oeste de la Villa, donde he interrogado a los vecinos que revisten mayor inteligencia, conocimiento y cristiandad, siendo todos ellos de sangre limpia puesto que ni judíos ni moros quedan en la susodicha Villa. Mis pesquisas se han visto dificultadas por un franciscano, prior e inquisidor de la fe en Lopera desde hace casi un lustro, natural de la vecina villa de Porcuna, noble y muy cristiana. Se trata de Rafael Hurtado, un hombre recio, mediano, arrogante, de nariz ganchuda, ojos oscuros y tez intimidante. Delata ser un hombre avaro pero pío y han sido él y sus afirmaciones las que más desconfianza han generado en vuestro fiel servidor ya que se ha opuesto a mi búsqueda y ha restado importancia al misterio de la existencia del dicho tesoro.

Como su eminencia sabe, desde hace tres años no se recauda ningún diezmo de esta Villa. Ante la pregunta de por qué no cumplían con las debidas obligaciones ante Dios los ciudadanos respondieron que pagan religiosamente y que es el Inquisidor quien recoge los impuestos personalmente. Sus caras denotaban miedo. La avara y aterradora forma de ser del Inquisidor tiene atemorizada a toda la Villa pero nadie se atreve a denunciar por temor al Santo Oficio. En contra de las afirmaciones aportadas, un mercader que pasaba por Lopera tuvo conocimiento de mi presencia y se presentó ante mí. Decía llamarse Juan Cespedosa, natural de Arjona, de sangre limpia. Una vez acreditada su cristiandad por medio de los más ancianos de Lopera - algunos de ellos emparentados con gentes de Arjona por medio de linaje paterno - se tomó acta de todo lo que el mercader tuvo a bien declarar, y dijo que Lopera había sido una Villa próspera y vital, que el primer sábado de cada mes se organizaba en su Castillo y en su plano un mercado al que acudían todos los mercaderes de la región y que era la envidia de todas las Villas cercanas. Juan acudía con sus mercaderías, consistentes en pan de nueces, menaje y alhajas varias para las damas selectas de Lopera, pero el mercado se había reducido a la mínima expresión de lo que un día fue, debido al avaro Inquisidor. La voracidad recaudatoria de éste ha empobrecido hasta el extremo a la población. Dicen que se trata de un hombre que aparenta ser tierno y fiel seguidor de la fe y que es excelente investigador más de quienes tiene la bolsa llena que de quienes cometen abusos o blasfeman.

Por todo ello, he considerado oportuno poner toda mi atención en el Inquisidor, quien es, en mi opinión, el principal sospechoso de todos los misterios que acontecen a esta Villa de Lopera.

En mi vigésimo día de estancia en Lopera decidí levantarme temprano - como es costumbre en todo hombre de Dios - para participar en los oficios antes de empezar un día de pesquisas. Salí de la "Posada de la Cruz" y me dirigí a una pequeña ermita, llamada del "Cristo Chico", que se encontraba extramuros junto a la puerta norte de la Villa, donde había sido citado por el Comendador. Esperaba obtener de él la ayuda que necesito para dilucidar dónde se encuentra el tesoro y por qué la población no quiere hablar sobre este asunto. Al llegar al lugar indicado de la cita no encontré al hombre de gran porte que esperaba sino al que parecía ser un criado; sin embargo no mostraba la escualidez propia de un sirviente, conservaba todos sus dientes y calzaba unos zapatos dignos de cualquier señor. ¡ Cual fue mi sorpresa cuando comprobé que tenía en frente al mismísimo Comendador ¡. Su aspecto sucio y desaliñado había confundido mi juicio. Dado el desconcierto no le presté el debido respeto en mi saludo pero el hombre triste y perturbado que tenía frente a mi no se molestó. Lejos de molestarse pareció que le alivió mi presencia. Tras haberme saludado efusivamente, como si fuese yo un noble y no un siervo de Dios me pidió que lo siguiera. Atravesamos toda una calle que llaman "del humilladero", pasamos delante de un molino propiedad de D. Alberto de Mazas frente al cual se encuentra la cara este del Castillo y llegamos a la explanada que hay junto a la Casa Consistorial. Aquí, con voz temblorosa me dijo: "He ahí la Iglesia" y me señaló la portada de una Iglesia a medio construir que, una vez terminada, sería consagrada a la Inmaculada Concepción. Se trata de un recinto sólido de estilo gótico que, por su tamaño, ubicación y orientación, parece que hubiese sido el emplazamiento de una antigua mezquita.


El Comendador me explicó que tras las disputas entre la Santa Orden Calatrava y Enrique IV la primitiva Iglesia, ubicada dentro del Castillo, quedó destruida, así que se decidió levantar una nueva Iglesia pero esta vez fuera, dejando el interior para un Oratorio y para la santa sepultura de los hombres prominentes de Lopera. Pero dicha edificación lleva tres años paralizada, desde que su bisabuelo, el Comendador Juan Pacheco de Torres la comenzara. La piedra la obtenían de la cantera de la vecina Villa de Porcuna y los constructores eran pagados con los donativos de los ciudadanos. El mismo nuevo Comendador, Juan Pacheco de la Sema, bisnieto del anterior, estaba aportando su fortuna personal para la edificación pero sus proyectos se vieron truncados por obra del Inquisidor. Una noche en la que se celebraba una fiesta el desgraciado nuevo Comendador profirió una blasfemia que, si bien fue inocente a los ojos de este humilde siervo de Dios, fue castigada con profusa severidad. Afirmó que él organizaba las mejores fiestas y ni el mismísimo Jesús dejaría de asistir a ellas si pudiera. Tal blasfemia llegó a oídos del Inquisidor que rápidamente lo mandó arrestar. Fue encarcelado en las mazmorras eclesiásticas del convento de Jesús durante cinco días, privado de comida o bebida alguna, hasta que decidió pedir perdón, y al sexto día fue juzgado por el Inquisidor quien le impuso distintas penitencias entre las que se encontraban dos especialmente onerosas, la primera era ir vestido como un criado durante cinco años, un año por cada día que no reconoció su culpa - de ahí que no lo reconociera en un primer momento - y la segunda fue la de entregar al Inquisidor cuatro quintas partes de sus rentas anuales durante cinco años.

Una vez contada toda su historia el Comendador me aseguró que el Inquisidor es el responsable de todos los males de la Villa así como de la carencia de diezmos. Su obsesión por encontrar el tesoro lo había desquiciado y haría cualquier cosa por dar con su paradero. Acabado el encuentro con el Comendador salí de la Villa por la puerta Este y me dirigí al Convento de Jesús, situado a una distancia de 50 varas castellanas de las murallas de Lopera. El Convento, de reciente creación, había sido dotado con 30 yugadas para su mantenimiento pero la situación no parecía ser muy buena. Ninguna hermana tuvo a bien hablar conmigo y cuando mi voluntad se proponía abandonar el lugar sin ninguna información, una de las hermanas de mayor edad me llamó la atención y se mostró dispuesta a hablar. Se trataba de una anciana, ciega y que sufría los efectos del mal de inquietud que le hacía temblar constantemente y no podía mantener sus manos quietas ni por un instante. Tal situación la había postrado a la total inactividad pero a pesar de todo se mostraba con coraje para instruir, en lo que podía, a las hermanas más jóvenes. Se trataba de Sor Inés. Me agarró del brazo y me dirigió hasta su celda sin vacilar, obvió todos los obstáculos como si aún conservara la vista y una vez llegados a sus aposentos dijo así: -"No te esfuerces, tienen miedo, nadie va a hablar. Nadie salvo yo, claro está. Soy demasiado vieja para tener miedo"-


La anciana monja me contó que el Rey Santo concedió a la Orden de Calatrava estas tierras y le encomendó su defensa de los musulmanes, para ello les permitió hacer una algarada con el fin de obtener riquezas que sirvieran para financiar su cometido. Las tropas calatravas se adentraron en territorio musulmán llegando hasta Almedinilla, Algar y Carcabuey pero fueron frenadas en Alcalá la Real. Aquí se replegaron pero ya habían logrado su objetivo, habían logrado un suculento botín, un auténtico tesoro que a su regreso quedó al cuidado del Prior de Lopera. Cada prior había legado a su sucesor el secreto de la ubicación del tesoro, así como el de su composición y tamaño, pero el Inquisidor no se ganó la confianza de su antecesor y éste falleció sin haber revelado el secreto a una persona en quien no confiaba. Desde este momento el Inquisidor se propuso encontrar el tesoro y para ello contrató todo tipo de personal que le ayudara. Calígrafos que estudiaron los documentos del anterior prior, albañiles que comprobaron los cimientos de todos los edificios religiosos, enterradores que buscaron en las tumbas de los cal atravos alguna pista que les llevara a encontrar el tesoro. Toda una serie de trabajos, a cual más deleznable, que comprendieron unos estipendios que fueron sufragados con los diezmos que había incautado a la Villa, con la fortuna del Comendador y con las rentas del Convento de Jesús.

Seguramente, reverendísima eminencia, estos hechos que le narro le habrán perturbado de la misma manera, o más, que han perturbado a mi persona. Constituyen una gran ofensa hacia el Señor, por ello, decidí actuar en consecuencia, a tenor de los poderes para obrar y decidir que vuestra merced me ha otorgado. Así pues, conociendo las artes y los motivos del Inquisidor comencé a estudiar sus movimientos. Desde que llegué a la Villa había intensificado sus visitas al nuevo Oratorio del Castillo lo que levantó mis sospechas. Una noche, cuando todos dormían salí de mis aposentos, subí toda la calle Real para encontrarme con la muralla la cual seguí hasta llegar a la Plaza Mayor, una extensión toda empedrada, que dicen fue un antiguo cementerio moro, la crucé hasta llegar a la Iglesia en construcción donde hube de ser precavido para que el guardia apostado en su portal, y que vigila intermitentemente, no se percatara de mi presencia, seguí recto por lado oeste del castillo hasta llegar a su puerta principal. Llegado aquí era imposible acceder al Castillo sin ser visto así que hube de sobornar al centinela. Cruce el vano y con sigilo atravesé el patio de armas. Este Castillo, debido a la orografía se proyectó con dos torres del homenaje, una dedicada a San Miguel y otra a Santa María y fue en esta segunda donde me introduje. Aquí encontré una pequeña capilla, muy sencilla con unas inscripciones y un delicado friso de yesería. En ella había dos altares, uno dedicado a Santa María y otro a San Judas Tadeo, patrón de las causas perdidas. Tal imagen me llamó la atención pues no es muy frecuente en nuestras iglesias. Aproximándome para poder observarla adecuadamente me percaté de que se encontraba sobre una trampilla que no había sido disimulada convenientemente. Aparté la imagen con gran esfuerzo, levanté la puerta y cogí uno de los cirios que velaban al Santo con el que me introduje en el hueco que se habría ante mí.


Fue algo fascinante, bajo la capilla se encontraba oculta una antigua cripta repleta de blasones e imágenes de piedra. Era una edificación ovalada cuyo techo se encontraba repleto de nervios de crucería. La Cruz de Calatrava presidía la pared central donde se habrían cuatro galerías. Tres de ellas se habían derrumbado, seguramente debido a las obras superiores y a las múltiples batallas que el Castillo había soportado en los últimos años, así pues, seguí la única galería que quedaba intacta sobre la cual una inscripción latina rezaba: "THESAURUM". Estaba claro, ¡se trataba del tesoro! Con la tenue luz que me aportaba el cirio caminé por la estrecha gruta hasta el final. Esperaba encontrar oro y joyas pero no fue así. En un pequeño habitáculo encontré un sepulcro, sobrio, con la efigie de un caballero - se trataba del capitán que emprendió la algarada en tierras musulmanas mucho tiempo atrás La imagen portaba una espada rota y un escudo en el que había grabada una inscripción en latín que se traduce así: "Al muy noble pueblo de Lopera, pacífico y valiente. Que el oro obtenido en la batalla sirva para proteger a su gente hasta el día del juicio".

Ahora estaba claro, el tesoro siempre estuvo a la vista de todos. Nunca estuvo oculto. Solemne y majestuoso su Castillo es el mayor tesoro de Lopera, los calatravos habían empleado el botín de su algarada en construir un Castillo que perdurará durante siglos, ese es el gran tesoro, pero sólo un alma sencilla podía darse cuenta de tal evidencia, por eso el Inquisidor seguía con su búsqueda, seguramente había descubierto la cripta pero no había entendido el mensaje, o no había querido entenderlo. Como prior de Lopera siempre había sido poseedor del tesoro, lo había controlado y administrado, pero nunca pudo robárselo a la gente. Hoy, cuando su hora del juicio se acerca, su alma torturada sigue buscando oro en el Castillo sin ser aún capaz de comprender el valor de cada una de sus piedras.

Nicolás Aljarilla Pérez. Ganador del III Certamen Relatos Breves "Ecos Loperanos" - Tema Lopera.

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