Accésit y segundo premiado - Tema Libre

IV CERTAMEN RELATOS BREVES "ECOS LOPERANOS"

A MARIA LE ENCANTA EL CHOCOLATE

Tenéis la piel toda de amor cuajada como un

campo de caricias, y hay un temblor de nido

en vuestra sangre y un murmullo de acequias

y de brisas.

Juana Pinés Maeso


Nunca, incluso ni ya de mayor, osé preguntar si fue decisión propia o un fallo, lo único cierto es que mi madre a sus cuarenta y cuatro años alardeaba de una ostentosa barriga, mientras que a mí, la reina de la casa, me irritaba el mero hecho de pensar que en breve habría de compartir el cariño de mis padres con el nuevo vástago. Debo reconocer pues, que nunca quise que aquel alumbramiento, que ya se presagiaba inminente, llegara a buen puerto. Qué iba a querer yo, una cría con doce años, si aun antes de nacer ya le hacían más caso que a mi; que si mira que patucos más bonitos para la niña -porque para más cruz seria niña-, que si mira que faldoncito más lindo, que si pon la mano aquí que ahora está dando pataditas, que si patatín que si patatán... En fin, la pesadilla de una niña a las puertas de la adolescencia que poco a poco veía cómo su reino se desmoronaba.

Llegó el día tan ansiado por mis padres -y tan odiado para mi-, y mamá dio a luz en el Hospital Provincial, pero las cosas no debieron ir todo lo bien que ellos esperaban porque aún pasarían casi dos semanas para que la neonata y mi madre hicieran acto de presencia en el domicilio familiar.

Desde un primer momento dejé entrever con clarividencia un sentimiento de repulsa hacia María, así habían decidido que se llamara la recién nacida, a la que no me digné ver por primera vez hasta varios días después de su llegada. Me pareció más pequeña de lo normal, su cabeza redonda como una pelota, su frente aplanada y los ojos rasgados y dormilones, ojos que años después supe que se llaman "en sol poniente".

Así fue como María irrumpió en mi vida alterando el discurrir normal de mi existencia. Los primeros meses se los pasó mamá, un día sí y otro también, en el pediatra, y cuando regresaba, como si no lo hiciera, siempre sobre aquel pequeño incordio practicándole mil ejercicios diferentes y festejando cualquier progreso, un giro de cabeza, un grito, un intento fallido de cogerse el pie, y el júbilo estaba servido. Tantas majaderías eran necesarias para la educación de un crío, me preguntaba sin hallar una respuesta coherente. Poco a poco, los escasos progresos de María se fueron distanciando en tiempo al igual que los ejercicios a que la sometían mis padres que, abatidos y desilusionados, cada día le dispensaban menos atención. Y yo que me acercaba cada vez más, no sé por qué, pero fui tomando el duro relevo, en un principio movida quizás por un sentimiento de culpa nacido de aquellos primeros pensamientos hostiles hacia ella. Ahora Ja veía tan llena de vida y a la vez tan desamparada e indefensa, que comprendí que su futuro dependía de mí más que su vida del aire que respiraba, así que poco a poco me fui inmiscuyendo en su vida a la vez que ella, sin darme cuenta, se inmiscuía en la mía. Fui forzando su progreso y aunque más lento de lo que yo deseaba, progresaba. Mi primer gran logro fue conseguir que siguiera con su mirada los sonidos, un sonajero, un llavero, cualquier cosa valía para llamar su atención. Pronto empezó a arrastrarse, luego a gatear. Recuerdo la bronca que me gané cuando mi madre me sorprendió agarrándola por las axilas intentando que diera sus primeros pasos, ellos preferían dejarla en su pequeña celda toda enguatada donde estaba a salvo de cualquier posible percance, sin embargo, aquellas reprimendas en lugar de hacerme desistir avivaban más mis ansias y envalentonaban mi ánimo. María se había convertido en un reto para mí.

Hasta transcurridos varios años no supe que mi hermana padecía una enfermedad llamada "Síndrome de Down". Sabido esto me informé todo lo que pude sobre esta enfermedad y lo que más me irritó fue el conocer la opinión de ciertos "especialistas", entre comillas, que consideraban a un trisómico como sinónimo de inútil, es decir, un ser con el que la familia debe resignarse a cargar toda la vida. Sin embargo, yo seguí viendo a mi hermana como siempre la había visto, diferente porque todos somos diferentes, más torpes o más inteligentes, necios o superdotados, más o menos sociales, o autistas, con ojos azules o- negros o marrones, discapacitados o torpes o atletas, ciegos o sordos, blancos o negros o amarillos... peculiaridades físicas o psíquicas que definen a cada uno de los humanos.

Me afiancé tozudamente en aquel reto, y decidí dedicarme a la dulce María en cuerpo y alma todo el tiempo de que dispusiera. Pronto comprendí que entre mi hermana y yo se producía un increíble proceso de osmosis, ella era tan necesaria para mí como yo para ella, dependíamos mutuamente y por igual la una de la otra. En cuanto a sus progresos existieron mil ocasiones en que decidí tirar la toalla, demasiado esfuerzo para tan poco resultado, pero no, eran tantas las recompensas... A cada objetivo conseguido se abría un inmenso abanico de mil metas más. No, no fue un camino de rosas, la peor traba de todas, el mayor obstáculo, la gente, su integración social, y lo más difícil no fue enseñarla a ser independiente sino convencer a los míos de que podía conseguirlo.

Para su décimo cumpleaños, como regalo, decidí llevarla a un parque de atracciones.

Aún recuerdo el día que se lo dije, la expresión de júbilo en su rostro, el estallido de alegría en sus ojos... Corría de un lado a otro, hacía palmas, me dio tantos besos... Llegado el día, y vencida la testaruda oposición de mis padres a los que tuve que convencer de que aquel instinto protector no era nada bueno para María, nos dirigimos al parque de atracciones. Una vez allí me acerqué a la ventanilla del carrusel para comprar los tiques, entonces, mientras aquella señora morena me los dispensaba, observé cómo miraba a María con compasión, inferioridad y lástima, le doy un billete de cinco euros del que me tenía que devolver un euro, dos euros por viaje, pero cual fue mi sorpresa cuando depositó en mi mano tres euros. «Señora se ha equivocado», le dije mostrándole la palma de mi mano. «No, solo son dos euros, no voy a cobrarle a una criatura así» añadió, poniendo esa cara de pena que tanto me fastidia. Los latidos del corazón habían disparado su palpito y podía sentir como la sangre bullía por mis venas frenéticamente, pero me armé de templanza y le dije: «Señora, mi hermana y yo vamos a subir al tiovivo las dos, y vamos a pasearnos las dos, y a disfrutar las dos, así que haga el favor de cobrarme los dos viajes».

Después de estar un buen rato paseando, mirando, riendo, divirtiéndonos y observando cómo los padres normales con sus niños perfectos nos señalaban con el dedo y volvían la cabeza para miramos, regresarnos a casa. María reía, me refería minúsculos detalles, pormenores ínfimos de los que yo ni siquiera me había percatado, sacando de sus observaciones conclusiones puras y limpias. María me estaba enseñando a apreciar esas cosas nimias, esos pequeños acontecimientos que hacen que la existencia sea un lugar de gozo. María, un ser rebosante de sensibilidad, me estaba enseñando a ser feliz. Supe entonces que había sido el mejor regalo que había podido hacerle, que había podido hacerme.

Después de aquel día las salidas de casa fueron aumentando progresivamente, y ahora, ya fuera del perímetro que establecían los muros de nuestro hogar donde dominaba el instinto protector de mis padres, María estaba empezando a conocer el mundo de verdad y eso le gustaba, un mundo real lleno de sacrificio y esfuerzo donde el afán de superación en la relaciones la estaban obligando día a día a luchar. Las dos, ella igual que yo, habíamos aprendido que más duro que aprender a leer o escribir, a estudiar o ir al colegio, era ver cómo la gente la discriminaba.

En una de nuestras ya frecuentes salidas le propuse a mis padres que nos acompañasen a lo que ellos accedieron, aunque no sin ciertos tapujos y reticencias. A María le encantó la idea. Recuerdo que arreciaba ya el calor y papá decidió invitarnos a un helado, dos de vainilla, uno de turrón y otro de chocolate, porque a María le encanta d chocolate. «¿Qué le debo?», preguntó mi padre. «Son tres euros, señor», contestó el hombre. «Discúlpeme, pero me temo que está usted en un error», dijo papá, que perfectamente sabía que cada cucurucho costaba un euro, así figuraba en los rótulos anaranjados que colgaban de cada una de las esquinas del quiosco. «No, no señor, es que a esta chica tan guapa la quiero invita-», argumentó el heladero, al que mis padres dedicaron una sociable sonrisa de agradecimiento, a pesar de los sobrehumanos esfuerzos que diariamente yo hacía por hacerles comprender que María no podía ser tratada de manera diferente. «Son cuatro helados, el de mi padre, el de mi madre, el de mi hermana y el mío, los cuatro nos lo vamos a comer, los cuatro los vamos a saborear... así que haga el favor y cóbrese de los cuatro helados», apuntilló María con aplomo y confianza en lo que decía. El heladero se quedó sorprendidamente boquiabierto, quizás tanto como decepcionadamente avergonzados papá y mamá, mientras yo, por el contrario, estaba felizmente admirada, ya que María aprendía y más rápidamente de lo que suponía. Ante situación tan admirablemente embarazosa estallé en una enorme carcajada contagiando a María que se deshacía en risas mientras observábamos la cara de indignación que mostraban nuestros padres. Cuando nos retiramos del puesto nos echaron una bronca de escándalo, pero la verdad era que María había conseguido el logro más importante a que puede aspirar un trisómico, quería ser tratada como cualquier otra chica porque como tal se veía, había salido de aquel pozo de tinieblas en que los humanos, a veces sin pensar, y sin duda alguna, sin querer, convertimos sus vidas. A partir de aquel día mis esfuerzos se incrementaron todavía más y María, a su vez, a medida que avanzaba, mostraba un interés cada vez más desmedido en su aprendizaje. María, en definitiva, comenzó a tomar sus propias decisiones, a coger las riendas de su existencia. Consciente de sus limitaciones y del tiernpc y esfuerzo que habría de dedicar para conseguir sus objetivos, los suyos que ya no los míos, aprendió alfarería en una escuela taller y hoy, a sus veintisiete años, tiene un pequeño taller que la hace económicamente autosuficiente. María, con la estimulación temprana, la continua dedicación y la denodada lucha, rebasó con creces las metas que yo me impuse y ahora trata de superar las suyas propias. Aún recuerdo la expresión de su rostro cuando hace pocos meses se disponía a decir unas palabras en la Casa de la Juventud de la localidad en que vivimos donde exponía una muestra de su trabajo. Yo sabía que estaba tensa, no más que cualquier otra que se dispusiera a hablar por primera vez en un acto público, acomodó el micro a su estatura y dirigiéndose a los asistentes, comenzó diciendo: «Solo les ruego que tengan un poco de confianza en mí...».

MANUEL LUQUE TAPIA, Accésit y segundo premio del IV Certamen de Relatos Breves "Ecos Loperanos" - Tema Libre.

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