Accésit y segundo premiado - Tema Lopera

IV CERTAMEN RELATOS BREVES "ECOS LOPERANOS"

LOS CAÑONES DE SAINT CHAMOND

Un grupo de soldados se adentró en el campo de batalla para retirar los cadáveres, recoger armas y cubrir, en parte, la sangre que empapaba la tierra.

Los encargados de tan odiosa tarea detestaban contemplar el vivo color rojizo que destacaba sobre el fértil terreno que los rodeaba. Se trataba de una labor ingrata pero necesaria combatiendo así la tremenda insalubridad que predomina en el frente.

Mateo respiró por un instante el aire del gélido invierno loperano mientras contemplaba desde la ubicación privilegiada que le ofrecía la cima del cerro San Cristóbal un campo yermo, plagado de cadáveres, mientras él y otros soldados aguardaban rodeados de artillería su turno para enfrentarse a la muerte.

La contienda había comenzado antes del alba y duraría hasta bien entrada la noche. Como anticipo de lo que se avecinaba una pequeña avanzadilla republicana se adentró en territorio enemigo mal defendida por el fuego de cobertura que emitían desde "la Casa" los cañones Saint Chamond, modelo adaptado por los franceses del original usado por el ejército soviético, cuyo estruendo era capaz de ensordecer el mayor de los clamores de un campo de batalla. Mal armados y condenados por una desastrosa organización sucumbieron con cierta facilidad. Dos ametralladoras Hotchkiss de 7 mm Mauser engrasadas para la ocasión escupían la afilada munición que fue abatiendo a los incautos soldados que intentaban infructuosamente adelantar líneas movidos más por el corazón que por la cabeza. El cansancio de una larga marcha jugaba de una manera especialmente negativa en su contra. Salieron de su acuartelamiento de Andújar de madrugada siendo espectacular la imagen serpenteante de 3000 soldados avanzando por los caminos y senderos que llevaban á Lopera y, además, la desventaja del terreno y la falta imperiosa de pertrechos convertían la empresa en un acto suicida del que pronto se arrepentirían.

Desde su posición Mateo veía a los soldados corriendo de un lugar a otro entre las rudimentarias trincheras como una colonia de hormigas que se refugian en sus túneles esperando impacientes la orden de carga. Uniformes grises y boinas rojas diferenciaban a "los suyos" mientras que en el adversario predominaba una amalgama de colores y vestimenta que ponían de manifiesto su improvisación y lo diverso de su procedencia, no obstante, se trataba de la XIV Brigada Internacional, un cúmulo de soldados procedentes de numerosas naciones que movidos por los ideales de la libertad y la igualdad de los hombres habían llegado a España dispuestos a entregar sus vidas por una República española a la vanguardia del momento que luchaba sola contra el fascismo español y parte del europeo. Ingleses, franceses, escoceses, incluso varios estadounidenses, que habían cruzado el Atlántico nada más tener conocimiento del inicio de la contienda, formaban esta temeraria fuerza.

A pesar del caos que reinaba en el frente su sorpresa fue mayúscula cuando entre el ruidoso gentío enemigo pareció distinguir a su hermano pequeño. Eso le preocupó, pero por alguna extraña razón no tenía miedo, al contrario, el extraordinario poder de la mente lo hizo evadirse de aquel estruendo en sus recuerdos. Fugazmente pasó por su mente el lejano recuerdo de su infancia, etapa que acabó de forma prematura pues la guerra perseguía a su familia desde el desastre del 98 en el que falleciera su abuelo, pasando por numerosas campañas y asonadas que le fueron arrebatando sistemáticamente primero a su padre en Anual y, más tarde, a su hermano mayor en Jaca. Después de esta convulsa etapa pareció disfrutar de un período de paz junto a su madre y Rubén, el menor de los tres hermanos.

Así, recordó cómo se escabullían del colegio para irse a jugar al paseo, como se subían a los árboles de toda Lopera, la emoción de adentrarse en los entresijos del castillo atravesando las grietas que el terremoto de Lisboa dejara en sus paredes como cicatrices de una pelea y perderse por sus túneles sintiéndose como si hubiesen sido los primeros en atravesarlos en 500 años, o el dolor de huesos cuando los atrapaba Serafín metiéndose en el melonar, o como defendía a su hermano cuando le tocaba ir a por leche a otro barrio y los niños le pegaban.

Ensimismado en sus pensamientos un espeluznante escalofrío lo devolvió a la realidad recorriendo todo su cuerpo. ¿Y si era verdaderamente Rubén? ¿Qué haría? Matar rojos no le agradaba pero tampoco sentía remordimientos, al fin y al cabo eran ateos, enemigos de Dios y querían destruir España, sin embargo, aquello era distinto, su hermano no era rojo, no podía serlo, él no mataba curas ni comía niños, él era buena gente, lo sabía ¡era su hermano!

Aturdido por la inesperada situación no tuvo tiempo de reaccionar mientras el agudo silbido de un proyectil de artillería republicana anunciaba la inminente detonación del artefacto que le caería a escasos metros de donde él se encontraba. De repente el caos se adueñó de sus posiciones y el comandante Redondo los mandó cargar junto a los apoyos de caballería en medio de la confusión. Al principio dudó pero luego se dijo a sí mismo que los soldados no piensan, sólo ejecutan órdenes, y eso hizo. Alargó la mano y recogió su fusil para acto seguido lanzarse contra el enemigo.

No sabía dónde ir ni a quien atacar, avanzó por inercia impulsado por la adrenalina generada por la explosión, tan solo su mirada lo guiaba y ésta no dejaba de apartarse del lugar en el que pareció ver a su hermano. Imbuido por el fragor de la batalla efectuó un solo disparo antes de ser abatido, no por una bala, sino por algo mucho mas doloroso. Frente a él vio como un grupo de enemigos avanzaba hacia su posición y entre ellos estaba Rubén. Todavía no lo había visto y prefería que no lo hiciera, así sería más fácil. Desde ambos bandos se gritaba y se maldecía y Mateo no pudo evitar un gesto de angustia cuando, de repente, estaban frente a frente. Fue en ese instante cuando sus miradas se cruzaron, los ojos azules y profundos de Rubén se clavaron en su hermano mayor quien, dejando asomar una lágrima, le sostuvo la mirada. A ambos los embargó la pena y el desasosiego pero ya no había marcha atrás, no había salida y aunque intentaron hablarse fue totalmente imposible pues, para su desesperación, una nueva lluvia de proyectiles caía en el frente y sólo se escuchaba el rugir de los cañones de Saint Chamond.

Seria en ese gélido invierno de 1936, en la Batalla de Lopera, cuando la vida de los dos hermanos se derrumbó por completo. En una hábil maniobra el grupo de Mateo rodeó a los soldados republicanos que le salían al frente dejándolos al descubierto entre el fuego cruzado enemigo. Rápidamente intentaron zafarse de tan delicada posición intentando alcanzar la ladera del cerro que llaman del Calvario, y fue entonces cuando todo dejó de tener sentido, si es que alguna vez lo tuvo.

Una bala atravesaba el pecho de Rubén ante la atónita mirada de su hermano quien, súbitamente, reaccionó dejando caer su fusil acudiendo en ayuda de éste, exponiéndose a correr su misma suerte.

Inhibiéndose del fragor de la encarnizada lucha sujetó la cabeza de Rubén quien, a pesar del dolor, lo miró con el cariño y la ternura que le dedicaba cuando eran pequeños. Sus ojos, al igual que su aliento, se iban apagando.

Mateo lo levantó con cuidado y se dispuso a sacarlo de ese infierno en el que se hallaban, rodeó el campo de batalla y se alejó cargando con su hermano todo lo que pudo hasta que las fuerzas le fallaron.

Fue en el borde del Saetal, a los pies de uno de esos olivos centenarios donde postró el cuerpo casi sin vida de su hermano. Una vez aquí, Rubén intentó comunicarse por última vez, no con el soldado que tenía frente a él, sino con ese niño al que tanto había querido, pero sentía mucho dolor y estaba demasiado débil como para proferir palabra alguna, así que hablaron con la mirada hasta que sus ojos se cerraron mientras una lágrima y una leve sonrisa adornaban su rostro.

La noche se cernía sobre Lopera y una breve tregua se había establecido en el frente. Extenuado, Maleo fantaseaba con la posibilidad de que todo hubiese sido un mal sueño, que esa guerra fratricida nunca hubiese comenzado, sin embargo, pronto fue devuelto a la realidad.

El rugir de los cañones de Saint Chamond llamaba nuevamente a la batalla, así, movido por la rabia cogió el fusil de su hermano pequeño disponiéndose a luchar cuando una duda lo asaltó ¿Contra quién luchar? ¿Cuál sería el bando correcto? Sabía que hiciera lo que hiciese nada le devolvería a Rubén. Abatido, dejó caer si arma y se apoyó en el viejo tronco de un olivo, desde ahí contempló el resplandor de los disparos y las explosiones, pero no acudió, para él la guerra había terminado.

NICOLÁS ALJARILLA PÉREZ, Accésit y segundo premio del IV Certamen de Relatos Breves "Ecos Loperanos" - Tema Lopera.

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