Obra ganadora - Tema Libre

III CERTAMEN RELATOS BREVES "ECOS LOPERANOS"

Mentiras Piadosas

-Papá, ahora no puedo atenderte. Llego tarde al relevo de las tres... ¡adiós!

Fran pulsó con hastío el botón de apagado de su teléfono móvil después de cinco minutos de anodina charla con su padre (ya octogenario) que parecía querer burlar el abrazo de la soledad que la viudedad le dejaba día tras día de la mejor manera que se le ocurría: buscando conversación con su único hijo. Aveces un simple partido de fútbol retransmitido por televisión la noche anterior, era la excusa perfecta para iniciar una tertulia con Fran, que poco a poco tomaba derroteros de los más dispares: política, cine, familia...

Fran lo entendía. La devastación que dejó en sus corazones la muerte de su madre un año antes era difícil de sobrellevar y, por si fuera poco, el círculo de amigos de Isidro (su padre) había ido mermando año a año producto de enfermedades, decesos y cambios de residencia, por lo que los intentos de buscar estímulos lúdicos a la vida de Isidro se antojaban inútiles a todas luces.

Pero ¿qué podía hacer Fran, un sencillo enfermero de turno rotatorio en un Hospital a doscientos kilómetros de distancia?

Sacudió su cabeza de pensamientos mientras sacaba de la taquilla su pijama blanco, y frente al gran espejo situado sobre los lavabos, humedeció con agua sus cabellos tratando de domar los rebeldes mechones que aún luchaban por llevarle la contraria.

Después, llenó el bolsillo superior izquierdo de bolígrafos de colores y rotuladores, cerrando finalmente la puerta metálica de su taquilla, para encaminarse posteriormente a los ascensores.

Llegó al relevo a tiempo. Cogió la vieja cafetera que descansaba en el estar de Enfermería, y se sirvió un generoso café en vaso de plástico. Dos gotas de leche, un sobre de azúcar... y concluyó su rito habitual removiendo el contenido con un depresor de madera, de esos que abundan en cajas y cajas que ya no se utilizan para otra cosa que no sea remover el café.

-Buenas tardes, chicos. Perdonad que llegue tan justo de tiempo...

-¿Tu padre otra vez? -preguntó una compañera que se disponía, papel en mano, a contar las incidencias de la mañana a otro compañero.

-Pues sí, Lola. Otra vez...

El relevo transcurrió como de costumbre, entre comentarios jocosos sobre la situación laboral en el centro y el drama de los despidos de muchos compañeros con los que llevaban años compartiendo labores y esfuerzos en aquella saturada unidad de Medicina Interna. Entre sorbo y sorbo de café e intercalando comentarios de todo tipo, Lola fue desgranando el «boletín de la mañana», como ella solía llamarlo, hasta que tocó el tumo de hablar sobre un ingreso de ese mismo día.

-En el 305-1 ha ingresado un señor de noventa años, Ramón Guzmán, un señor con un accidente cerebro vascular y un deterioro cognitivo franco. Se ha llevado toda la mañana llamando a un tal Adolfo.

-¿Tiene familia? -preguntó Fran.

-Por aquí no ha aparecido nadie... y desde Admisión han llamado a un teléfono que aparecía en su historia clínica, pero nadie respondía. Habrá que seguir intentándolo a lo largo del día.

Dicho esto, tras acabar de relatar su particular «boletín», Lola se despidió con prisas dejando a Fran y al compañero de éste, Quique, con el encargo de solucionar lo que se pudiese del ingreso.

Ambos se dedicaron la primera parte del turno a cargar la medicación correspondiente, y a organizar lo que quedaba de tarde. En un momento de relativa calma, Fran decidió acercarse hasta el 305 y comprobar de primera mano la situación de aquel anciano.


Franqueó la puerta y en una rápida ojeada pudo distinguir a un señor postrado en la cama, con una delgadez casi extrema, piel pálida y mirada perdida en algún punto del techo.

Con educación, Fran golpeó sutilmente con sus nudillos la puerta de la habitación, se acercó a los pies de la cama y preguntó.

-¿Ramón? ¿Ramón Guzmán?

El anciano bajó la mirada hasta posarse en los ojos de Fran y tras unos segundos de completo silencio, sonrió respondiendo...

-¡Adolfo, hijo mío!

-.. No, Ramón... no soy su hijo. Soy Fran, el enfermero de planta. ¿Cómo se encuentra?

-¡Adolfo! -respondió de nuevo el anciano, esta vez ofreciendo su mano izquierda a Fran, solicitándole con sus huesudos y arrugados dedos que se acercara más.

Tras dar unos pasos más, apenas a unos centímetros de Ramón, éste tomó súbitamente de la mano al enfermero volviendo a pronunciar su lacónico «Adolfo», a lo que Fran respondió desprendiéndose con brusca aspereza de su mano y retrocediendo hasta quedar fuera de su alcance.

Sin saber por qué, Fran dio media vuelta y salió precipitadamente de la habitación no sin antes es­cuchar al anciano llamarlo por el nombre de «Adolfo» un par de veces más, cada vez de forma más desesperada conforme se alejaba de allí.

Se arrepintió de haber abandonado de aquella manera la habitación, pero no pudo evitarlo. Durante ese instante en que Ramón asió la mano de Fran, a éste sólo le asaltaba la mente la figura de su padre, y se lo imaginaba en la misma tesitura en poco tiempo; fueron los escalofríos que recorrieron su piel los que le impulsaron a huir de aquella habitación rápidamente y lo más lejos posible. Aun así, con la calma que proporciona el paso de un par de minutos, Fran se propuso que, si bien el problema de su padre tenía difícil solución, al menos podía intentar arreglar la de aquel anciano. Era como si el mismo Dios le propusiese a Fran redimir su sentimiento de culpa con respecto a su padre, a través del ingreso de la habitación 305.

II

Fue relativamente fácil, consultando en la plataforma digital que servía para organizar los planes de cuidados de los pacientes, descubrir una dirección relacionada con Ramón Guzmán a la que acudir. De hecho, dicha dirección se encontraba de camino a casa, por lo que Fran no dudó en acercarse al día siguiente por la mañana, antes de ir a trabajar.

-Calle Juana de Arco, veintidós,.... calle Juana de Arco, veintidós.... calle Juana de Arco, veintidós... -se repetía una y otra vez al volante del coche, oteando a un lado y a otro de la vía buscando la inscripción en la fachada que le indicara que se encontraba en el camino correcto.

Tras varios minutos, encontró el domicilio sin complicación, y pudo aparcar el vehículo a no más de cien metros del portal, junto a una sencilla mercería de barrio que a esa hora empezaba a guardar artículos para cerrar el local hasta una nueva apertura esa misma tarde.

Se acercó con decisión y, tras comprobar que efectivamente, el nombre de Ramón Guzmán aparecía escrito junto a un botón metálico, llamó compulsivamente al telefonillo de la entrada una y otra vez sin obtener respuesta alguna. Nadie respondió a las llamadas.

Fran miró hacia arriba, buscando algún tipo de movimiento en las cortinillas que se encontraban tras las ventanas de la vivienda, pero todo permanecía inmóvil. Cuando decidió que su visita había sido inútil, la señora que había visto cerrando la mercería al aparcar el coche, se le acercó para preguntarle. -Disculpe, joven. ¿Busca a alguien?

-Sí, señora. Estoy buscando a Adolfo Guzmán, el hijo de Ramón Guzmán...

-Pues me temo que ahí no lo va a encontrar, Ramón lleva muchos años viviendo solo en esta casa. -¿Y habría alguna manera de localizar a su hijo Adolfo? Es importante...


-Pues sí, es fácil de encontrar. Solo tiene que ir al cementerio: Adolfito murió hace unos veinte años. Tenía una enfermedad de esas raras que te van quitando las fuerzas y te dejan en una silla de ruedas con las articulaciones retorcidas. Siempre recuerdo a Ramón empujando la silla de ruedas de Adolfito calle arriba todas las mañanas... como un reloj, a las diez en punto ya estaban ios dos paseando.

-¿Sabe usted si Ramón tiene familia? Hermanos, primos, sobrinos...

-Pues no le recuerdo nadie cercano, joven. Desde que murió su esposa dejándolo con el niño, Ramón se volvió un señor muy reservado; no recuerdo visitas por su domicilio y créame -dijo acercándose al oído de Fran, para susurrarle-... desde la mercería controlo los movimientos de todos los vecinos. -Muchas gracias por la información, señora... buenas tardes.

Fran dio media vuelta absorto en sus pensamientos y con la mirada ausente. Sus pies lo llevaron por inercia hasta la puerta del coche y casi instintivamente pulsó el botón de apertura en el mando. Se dejó caer en el asiento y cerró la puerta, permaneciendo completamente quieto, con las manos apoyadas en el volante sin activar ninguno de los mandos a su alcance.

La historia de Ramón Guzmán había calado hondo en su alma. Encontraba similitudes con la de su propio padre, de ahí que sintiera la necesidad de intentar solucionar lo que pudiese en aquel paciente...

El sonido de llamada de su teléfono móvil lo sacó bruscamente de sus pensamientos y lo sacó del bolsillo derecho de la chaqueta para echar un vistazo a la pantalla: la palabra «Papá» se convertía en ese irónico momento en un paradigma del oportunismo.

-Hola papá... ¿cómo estás?

-Fran, perdona que te interrumpa.... siempre estoy dándote la murga con una cosa o con otra... verás... es que esta mañana fui al médico de cabecera y le he dicho lo del dolor de cabeza ese tan extraño que me da a veces sin estar haciendo nada en concreto. Ese dolor que te he contado tantas veces y que no se me quita con calmantes ni leches.

-Sí... ¿y qué te ha dicho? -contestó Fran mientras introducía la llave en el sistema de arranque y la giraba encendiendo el motor del coche.

-Dijo que podría ser de la tensión... así que Mi la, la ATS me la tomó en un momento y al parecer la tenía un poco alta. Luego me dieron una pastilla y me dejaron tumbado en la camilla un buen rato. De repente pareció como si todas las luces de alarma se encendieran en la mente de Fran. La imagen de Ramón Guzmán volvió a su mente y de nuevo comparó a aquel anciano con su propio padre. Intuía en Isidro el comienzo de un episodio que podría desembocar en uno parecido al que padecía el anciano de la habitación 305, y aquello provocaba un estado intenso de desasosiego interno.

-Te habrán mandado pastillas, ¿verdad? -preguntó algo angustiado a su padre.

-Pues claro, hijo. Oye... ¿te ocurre algo? Te noto raro hoy... ¿estás enfermo?

-No, papá, no te preocupes... estoy bien. Mira, luego te llamo. Estoy conduciendo y voy de camino al hospital y no puedo distraerme... hasta luego, papá.

-Adiós, hijo.

III

Esa misma tarde, en uno de los pocos y breves momentos de calma que les permitía Medicina Interna, Quique decidió que había llegado el momento de hablar con claridad a su compañero y amigo.

-¿Qué te pasa? Estás... como ausente. Se te habla y no dices nada, o sólo mueves la cabeza para responder.

Fran chasqueó la lengua, y con una agria sonrisa torcida, respondió con sinceridad.

-Verás... estoy un poco obsesionado con lo de Ramón Guzmán, el enfermo de la habitación 305. He intentado buscar información y cuando lo he encontrado... no dejo de pensar en los paralelismos que tiene su caso con mi padre.


-¿Paralelismos? ¿A qué te refieres, Fran?

-Los dos se quedan viudos y al cuidado de su único hijo. Ramón desarrolla un accidente cerebro vascular a consecuencia de su mal control de la tensión arterial... y a mi padre le acaban de detectar hipertensión esta misma mañana.

-A ver, compañero... seamos sensatos. No veo ese paralelismo por ningún sitio, sólo son coincidencias. En la gente mayor es habitual que empiecen a aparecer este tipo de achaques con la edad. Y por otra parte, el mundo tiene que estar lleno de tipos viudos que se quedan solos al cargo de un hijo único. No saques las cosas de quicio, Fran. Bastante tienes con lo que tienes para que encima busques problemas nuevos,

-Tienes razón, Quique. Pienso demasiado las cosas.

Quique golpeó con el puño cariñosamente el brazo derecho de Fran y sonrió diciéndole:

-Eres un buen tipo... y un buen profesional. Pero cada cosa tiene su tiempo. Aquí, entre estas cuatro paredes, lo que importa es Ramón Guzmán y el resto de pacientes; de puertas para afuera, céntrate en tu padre... todo en su debido momento, Fran. Si no, puedes volverte loco y bastantes enfermos tenemos aquí como para buscamos uno nuevo entre nosotros.

Tras esa conversación, Fran pareció ver claras las cosas después de mucho tiempo. Quizás estaba implicando demasiado su vida personal en aquel particular caso y de esa manera lo único que podría conseguir era no rendir en el trabajo y fallarle a su padre.

Se acercó de nuevo a la habitación 305 y tras golpear con los nudillos la puerta avanzó hacia Ramón Guzmán. Este lo miró fijamente y de nuevo volvió a sonreír alargando el brazo.

-Adolfo...

Fran le devolvió la sonrisa y tras tomar la mano de Ramón, en un instante tuvo la necesidad de hacer feliz a aquel anciano. No le gustaba mentir... pero pensó que hay quien dice que las mentiras pueden ser piadosas, y quizás fue aquello lo que sintió en su interior: piedad. Así que se sentó en un taburete junto a la cama de Ramón, y respondió.

-Sí, papá. Soy Adolfo.

Los ojos de Ramón se humedecieron mientras apretaba con más fuerza la mano de Fran, como si quisiese con ello evitar una nueva pérdida de su hijo. Luego, con la otra mano, acarició el rostro de Fran, donde sólo él encontraba las facciones de su adorado hijo Adolfito.

-Adolfo...papá te quiere.

-Y yo también te quiero, papá. Ahora descansa... tienes que recuperarte.

Ramón asintió con la cabeza y cerró los ojos buscando descanso. Un descanso que se le había negado durante mucho tiempo y que por fin, disfrutaba.

Juan Alberto Puyana Domínguez. Ganador del III Certamen Relatos Breves "Ecos Loperanos" - Tema Libre.

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