Obra ganadora - Tema Libre

IV CERTAMEN RELATOS BREVES "ECOS LOPERANOS"

LOS OJOS VERDES MAS HERMOSOS DEL MUNDO

Hacienda Las Auroras. 24 de diciembre de 1954

Hasta la casona del marqués de Espina llega el olor dulzón de la miel templada y el azúcar; el aroma de los pestiños y el turrón que regresa como una anual letanía y se posa -proveniente del obrador de Ramiro Quincoces- sobre todo el pueblo.

Desde el amplio ventanal del salón ve don Edmundo sus inmensos perales cubiertos por un inusual ropón blanco de nieve. A la derecha, las primeras casas de la villa también aparecen nevadas. La chimenea está encendida. Crepitan los troncos de encina que arden y templan la estancia. Aquel atardecer, ya casi Nochebuena, el noble está, como cada año, solo, Siempre permite a la servidumbre -luego de darle un generoso aguinaldo- que marche a pasar la Navidad con la familia. Clara no quiere dejar nunca solo al señor, pero éste siempre se conforma con que su cocinera le deje guisado algo de pavo o pescado y le prepare, ya que es de Alcoy, guirlache.

Ahora se ha dado la vuelta y observa la mesa donde va a cenar. Los cubiertos de plata brillando como estrellas en el ciclo de tela del mantel, la licorera con el jerez junto a la única copa y la silla que destila soledad, ausencia.

Corretean Abélard, Charles y Laura alrededor de la modestísima mesa. Hay un espumillón raquítico de cintillas plateadas y escarlatas rodeando una vela roja. La llama oscila con el aire que los niños crean al pasar. Manuel, el abuelo de los críos, logra atrapar a la pequeña y, a regañadientes, consigue que la niña le dé un beso. Luego siguen los juegos y el escándalo.

En la casa no huele a pavo. Flota en el aire el olor de un pollo guisado, unas- patatas cocidas y una tableta de turrón a la que los niños no le quitan ojo. Papá promete que apagará la luz cuando Isabel, su esposa y madre de los chicos, traiga la cena. Entonces clavará en el ave una bengala y la encenderá para, como cada año, pedir a cada uno de sus hijos que formulen un deseo.

A pesar del frío abre la ventana. El aire está preñado de humedad y de madera de otras chimeneas que liberan hebras de tan grises como el cielo que cubre la hacienda y lodo el pueblo. Se mezcla el tañer del campanario de la parroquia con las coplillas navideñas que vienen de la plaza. A esas horas ya debe andar -piensa don Edmundo- medio borracho el señor cura. "Venga, padre, una copita, que es Navidad", le dicen en el bar de Aurelio. Y claro, los vecinos le convidan y el padre es incapaz de negarse.

Cierra la ventana. Luego mira la hora. Ha anochecido ya y toma asiento. Destapa la licorera. Puede que, como el señor cura, el también se emborrache.

El padre apaga la luz. Centellea la bengalita que chisiporrotea con un redoble terso e ilumina la cara de los críos. El saloncito se llena de olor a comida y pólvora, pero también de sombras fugaces que se agitan en el ¡echo y las paredes.

-Venga, niños, un deseo, que se apaga la bengala... -dice Isabel observando la fuente con el pollo sobre la mesa.

El sabor del vino retrasa el reloj casi dos décadas; a aquella vez que, a hurtadillas, robó una botella a su padre para compartirla con ella en las caballerizas, antes de que en la finca les echaran de menos.

La bebida le lleva a su talle, a la tersura de su piel, a aquellos labios que besó por primera vez mientras el murmullo de la plaza en forma de villancicos llegaba hasta Las Auroras.

El marqués cierra los ojos y se abraza mentalmente a la muchacha, que tiene en la mirada los rasgos de un ángel. Recuerda bien aquel olor a forraje y a cuadra, la brizna de heno enredada en el cabello de ella. Entonces el vino se torna un bebedizo agrio, espinado, porque recuerda el estallido de la guerra, los rumores de que van a fusilar allí mismo o en la tapia del cementerio a todos los anarquistas. Don Edmundo no olvida a la joven -veinte años por aquel entonces- marchar por la vereda que sale de la hacienda con su padre -activo miembro cenetista-, camino del exilio.

No volverá a verla. Pero tampoco la olvidará jamás ni hará sitio en su corazón para ninguna otra mujer. La vida, o quizá el destino, así lo decidieron.

Los niños, todavía de pie. formulan sus deseos, aunque la pequeña Laura solo se empeña en coger la bengala. Su madre se pone en el regazo a su hija y le dedica una mirada tierna antes de besarla. Tras el cristal, en una noche fría, se ven las luces de Toulouse, tímidas, mientras se escucha la voz de Charles pedir su deseo:

- Que nadie esté solo en una noche como la de hoy.

El marqués alaba en voz queda la mano que Clara tiene para cocinar. Luego llena otra vez la copa, la alza y recuerda más que nunca a aquella muchacha que un día se marchó para no volver.

-Feliz Navidad, allá donde te encuentres -musita-. Brindo por ti y por los ojos verdes más hermosos del mundo.

Hay en la casa un nacimiento tallado por las manos del padre. Sobre él pende una estrellita de cartón con algo de purpurina que Abélard dibujó y recortó tres años antes.

Laura, con la cara colorada por las carreras, toma una pandereta y la agita entonando un villancico. Tiene los ojos verdes y grandes. Igual que su madre.

JUAN MANUEL SAINZ PEÑA, Ganador del IV Certamen de Relatos Breves "Ecos Loperanos" - Tema Libre.

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