OBRA GANADORA - TEMA LOPERA

II CERTAMEN RELATOS BREVES "ECOS LOPERANOS"


LA MALETA

Hacía bastante rato que las manecillas del reloj habían marcado las diez de la mañana y Alejandra aún se encontraba en la cama. Aquella noche, coger el sueño había sido, una vez más, la tarea más complicada del día. Tras los cinco minutos de respeto después de despertar, decidió dejar la cama, cruzar el ancho pasillo de curiosa decoración que le llevaría a la cocina y servirse el café con tostadas como cada mañana tomaba.

La taza ya se hallaba vacía cuando Alejandra posó su mejilla sobre su mano derecha en apto de pensamiento. Por un breve lapso de tiempo, recordó la noche de antes en la que el insomnio le invitó a repasar y desordenar aquella caja alargada donde guardaba toda y cada una de las fotografías que habían dibujado su vida hasta el momento.

Como despertando de un momentáneo sueño, giró la cabeza hacia el sillón que se encontraba frente al televisor y pudo ver que la caja de fotografías aún se encontraba donde la había dejado la noche anterior. Rápidamente se levantó, deposito los aparejos del desayuno en el lavavajillas y se dirigió hacia la caja. Decidió que por ser lunes, se encargaría de ordenar de nuevo aquellos recuerdos que de forma cuadrada con imágenes impresas se agolpaban en aquella caja sin disposición. Destapar aquella caja repleta de instantáneas era sin duda el despertar y aflorar de aquellos sentimientos pasados que quedaron impregnados en las fotografías y que sólo resuenan en ella de nuevo al repasar todas y cada una de las reproducciones. Alejandra tomo aliento tras visualizar algunas de las fotografías y apartó algunas que llamaron su atención. Recuerdos, muchos recuerdos inundaban su memoria, y agolpados unos con otros, todos querían llegar de forma atropellada a su mente.

Apartando algunas fotografías depositadas unas encima de otras, llegó a una ya deteriorada debido al inevitable paso de los años. En ella aparecían algunos de sus familiares junto a sus padres en el día que estos contrajeron matrimonio. Podía reconocer a algunos de sus familiares, entre ellos, a su tía Carla, hermana de su madre. Incluso a su prima hermana Carolina de pocos meses que ocupaba el regazo de la madre de Alejandra, Benedetta. Siguió escogiendo fotografías cuyo cometido, una tras otra, le transportaban a su pueblo, a esos paseos por sus calles, a sus vivencias de pequeña, a sus recuerdos de infancia que tanto le recordaban al pueblo del que fue arrancada con apenas 8 años.

De nuevo, se detuvo en dos imágenes. En la primera imagen observaba que la zona derecha disponía una fila de casas cuyo fin se encontraba en un lejano poste de luz ubicado en una franja de campo. En un primer plano de la misma imagen, podía ver aquella ermita que ocupaba en centro urbano del pueblo. Junto a la entrada de la misma ermita se encontraban dos árboles que daban el comienzo a tres escalones que a su vez, llevaban al porche que daba a la entrada de la ermita. A pesar de que las imágenes eran en blanco y negro, ambas dejaban claro que el sol había brillado aquel día en el que se tomó la fotografía. En la siguiente toma podía reconocer la arquitectura de la fachada de aquel edificio, concretamente una iglesia ubicada a pocas calles de la ermita que vio en la primera fotografía.

Intentó por unos segundos imaginar cómo serían actualmente aquellas dos ermitas tan características de su pueblo.

-El convento de Jesús y la ermita del Cristo Chico.- Recordó Alejandra mientras depositaba las fotografías de forma ordenada sobre la caja.

Pese a que habían pasado muchos años desde que Alejandra no visitaba su pueblo, el recuerdo seguía muy presente en ella. Casi podía cerrar los ojos y trasladarse por unos segundos al lugar que podía ver en aquellas fotografías, recordar a la perfección cada rincón y los detalles de aquellas ermitas, incluso el recorrido de sus calles, las voces tan peculiares de sus vecinos, las noches estivales de vacaciones sentada con los vecinos en las puertas de sus casas o el repicar de las campanas que anunciaban la asistencia a misa cada domingo. Escogió otra imagen con la que comenzó a reírse para sí misma. Aún recordaba aquel día en el que fue tomada la fotografía. Había llegado junto a sus padres y su hermano Pablo al pueblo de vacaciones desde Barcelona en aquel coche Seat 850 que su padre pudo comprarse tras varios meses de trabajo ininterrumpido. Su padre quiso recordar aquel primer viaje en el coche, de modo que encargó al fotógrafo del pueblo de al lado un recuerdo a golpe de flash. Benedetta arregló a Alejandra y a Pablo para la postal fotográfica. Se colocaron todos siguiendo las instrucciones del fotógrafo de Porcuna y, ¡flash!. Nació la fotografía que Alejandra mantenía en sus manos.

Embelesada en su pensamiento retornó a esa fotografía, recordando aquel caluroso día como una anécdota de ciertos toques humorísticos. Y es que Alejandra, vestida con su mejor gala de domingo se marchó al "paseo" tras posar junto a sus padres y hermano. Su idea, sin ir más lejos, evitar el paseo e irse a "coger alguna tortuga del Salao". Y así fue, caminó hacia el Pilar Viejo, bajó por el camino de paso habitual y llegó al puente que cruza el arroyo Salado. Justo encima de este arroyo, las viejas trincheras de la guerra civil, desde donde Alejandra visualizaba la panorámica con todo detalle de su pueblo, el campanario de la iglesia, el castillo o la chimenea de la fábrica Cabrera. Aquel lugar de trincheras plagado de vivencias grotescas que pasarían a formar parte de la historia de este pueblo. Un lugar que había servido de zona recreativa para niños después que el mido de las ametralladoras fue silenciada para siempre.

El arroyo Salado, sin duda el favorito de Alejandra, no sólo por las vistas que el mismo escenario le regalaba, la paz que podía respirar o el sonido del arroyo, sino también por ciertas experiencias que había tenido junto su hermano Pablo. Ambos estaban subidos al burro de cantareras de su padre y acompañado por este último, para el camino al huerto situado en el mismo lugar del arroyo.

Junto al puente, se dibujaba un pequeño camino trazado por los vecinos del lugar, el cual daba acceso a la parte más baja del arroyo y permitía acercarse a todo curioso para ver las tortugas o renacuajos que allí vivían. Alejandra, con todo el cuidado del mundo y sigilosamente, bajo sin mayor problema hasta la orilla. Apartó algunas hierbas que entorpecían su camino y sin evitarlo, asustó a todas las tortugas que en ese momento se encontraban allí.

Llegada hasta este punto, quiso seguir adelante en su empeño de cazar alguna tortuga, de modo que se introdujo más en aquel suelo pantanoso, sin evitar ponerse perdida de barro los zapatos y parte de las piernas. Los zapatos, ya no eran tan nuevos como al principio. El vestido perdió toda pureza que minutos antes tuvo. Suerte que el nivel del arroyo era algo bajo por aquellos días estivales. Ya no podía dar pasos atrás, de modo que se quedó callada, casi escondida, observando y tras unos minutos, sin previo aviso se lanzó al suelo a por la tortuga de pequeñas dimensiones que había visualizado. Fueron varios intentos repetidos. Todos fallidos pues las tortugas aligeraban camino a su escondite tras notar la presencia de Alejandra.

Cuando el sol advertía su marcha, Alejandra llegaba con las manos vacías a casa de sus tíos, donde se asentaba durante las vacaciones estivales, situada en la céntrica calle Jardines. Con señales de baiTo repartidas por todo su hato de domingo, incluidas las dos mejillas y alguna parte diminuta de su cabello rubio claro. Benedetta, al ver a su hija en tal estado, le impuso como reprimenda y castigo no tomar bacalao en su cachurra del día siguiente. Alejandra, al recordar toda esta vivencia para si misma, entendió que tan sólo se trataba de una travesura de la época. Como la que recordaba de su hermano Pablo, que con sólo 10 años, en un intento de hacer aparecer a el Martinillo, taconeó la tabla que cubría el pozo. Aquel pozo ubicado en el patio de la casa de sus tíos Paco y Carla. Por suerte, su tío Paco, lo agarró a tiempo para hacerle entender que el Martinillo sólo salía una vez al año, cuando los melones mauros colgaban de las vigas de madera.

Sólo dos fotografías quedaban para cerrar la caja. En una de las últimas, aparecía una niña que no pasaba de los 10 años. Morena, con una trenza a cada lado, un flequillo que rozaba sus ojos, de gesto serio y vestida de comunión. Era Rosalinda, hermana pequeña de Carolina, ambas primas hermanas de Alejandra. Aquella imagen debía de tener cerca de cuarenta años. Mientras Alejandra observaba esta imagen, dejó caer su atención por la fotografía que daría el cierre a aquella caja. En ella aparecían tres chicas de unos 20 años. Una fotografía de pequeño tamaño, en blanco y negro, con las características típicas de la fotografía de aquella época. Aquellas chicas de estatura media, gesto reposado y aires estivales eran ellas, Alejandra, Rosalinda y Calorina.

Desde pequeñas, habían estado juntas, en los juegos de chiquillas, en las siestas de verano cuando los colchones eran camastros situados en la zona más fresca de la casa. Aquellas salidas al cine de verano, cuando Alejandra llegaba a Lopera para pasar unas semanas de descanso, inolvidables para ella. Eran muchas las vivencias que habían tenido juntas, típicas de aquella etapa juvenil cuando las preocupaciones quedaban lejos. Alejandra recordaba muchas de esas vivencias con especial cariño. Cuando salían bien acicaladas para el paseo donde se juntaban con otras chicas del pueblo y se dejaban ver a los mozos de buen merecer. O siendo muy pequeñas, se len encargaba la faena de ir a hacer mandados o recados de importancia para la casa.

Tal es el caso de aquel mandado que les fue encomendado a las tres siendo muy pequeñas. La tarea de llevar a la casa de un vecino dos pequeñas garrafas de aceitunas aliñadas que la noche anterior Paco, el padre de Carolina y Rosalinda, le vendió a uno de sus vecinos.

Entre bromas, risas y juegos, las tres caminaban a paso intermitente. Normal en su edad, jugaban con un suave balanceo de garrafas, puesto que entre las tres, cada una de una mano, llevaban las dos garrafas. Entre el balanceo y el caminar, una de las garrafas salió con fuerza disparada a una distancia prudente, de forma que todas las aceitunas machacadas quedaron dispersas en la zona de la acera en la que ellas se encontraban.

Las tres se quedaron petrificadas, sin habla e incrédulas por lo ocurrido. Las risas inocentes no tardaron en aparecer y la pregunta -¿y ahora qué hacemos?- menos aún.

Seguramente al volver a casa y contar lo ocurrido, el castigo impuesto sería grande. De modo que idearon un plan que les aseguraba no quedarse sin paga el domingo de aquella semana. El plan: volver a echar las aceitunas derramadas en la garrafa que previamente, habían sido enjuagadas una a una. Seguidamente, verter agua e imaginar el sabor de siempre. Sin duda, una diablura muy normal de la inocencia típica de aquella edad.

Con una enorme sonrisa y felicidad, recordaba Alejandra aquella chiquillada. Y es que, aquellas vivencias son las que se recuerdan con melancolía y cariño a la vez. Las que de algún modo quedan en tu memoria para toda la vida y son las que te hacen ser quién eres. Dejó aquella última fotografía en la caja y la cerro. Pasó la mano con gesto de caricia y pensó que sería una buena hora para salir al jardín y ver el estado de algunas de sus plantas.

Mientras centraba su atención en las malas hierbas que debía quitar a continuación, recordó aquel año de 1963 cuando se marchó, quizás obligada, de su pueblo para asentarse en la gran ciudad donde las oportunidades serían más.

Aquel pueblo tímido asentado en un mar de olivos quedaría clavado en su memoria. Se marchó con una maleta donde apenas cabían dos hatos y los únicos zapatos que calzaba. Esa maleta que iría llenando de fotografías y recuerdos de Lopera, de su origen.

María del Carmen Chueco Oviedo. Ganadora del II Certamen de Relatos Breves "Ecos Loperanos" - Tema Lopera.

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