Obra ganadora - Tema Lopera

I CERTAMEN RELATOS BREVES "ECOS LOPERANOS"

Aquellas noches verano

- José Antonio, apaga ya esa luz y deja el cómic, que ya es muy tarde y si no mañana no habrá quien te levante.

- Vale mamá, termino este capítulo y me duermo Al poco rato de que la madre, como casi todas las noches mandara a José Antonio a dormir, éste apagaba la luz de la lamparilla de la mesita de noche y trataba de coger el sueño lo antes posible, aunque eran muchas las que el pegajoso sudor y las sábanas empapadas en éste, le hacía adoptar la posición de verano para poder así coger el sueño, es decir, cambiaba la almohada a los pies de la cama y dormía al revés que lo hacía en los meses en los que dormía tapado. ¿Los motivos? Pues muy sencillos, por aquel entonces, las fachadas y los balcones de las casas no estaban llenas de aparatos de aire acondicionado, por lo tanto, no había más remedio que buscarse las habichuelas de alguna forma para poder coger el sueño en aquellas noches de soporífero calor estival.

Su cama, estaba separada de la pared lo justo para que las puertas de la ventana pudieran abrirse y al adoptar la posición de verano, la cabeza caía justamente a la altura del balcón, lo que permitía hacerse dueño de cualquier hilito de aire fresco que pudiera tener la noche. Sin embargo, no todo era bueno al adoptar aquella posición, también tenía el inconveniente de tener la luz de la esquina de enfrente pegándole de lleno en la cara, o estar al corriente de las vidas de los vecinos que a partir de esa hora, bajaban del paseo y como buenos loperanos, la opción de ir hablando en voz baja no se contemplaba en su escala de volumen. Por tanto, entre la luz del alumbrado público dándole en la cara, la de las ventanas de los vecinos, los ruidos de la gente, los maullidos de los gatos pardos, los ladridos de los perros y el soporífero calor del verano, había noches que conciliar el sueño era algo que solamente se conseguía a altas horas de la madrugada. Y como su madre le había mandado apagar la luz y por aquel entonces, los niños todavía hacían caso de lo que le decían sus padres, no le quedaba otra que buscar la forma de entretenerse con algo hasta conseguir quedarse dormido, así que se ponía a mirar a perros y gatos, a la gente que pasaba por las calles, a las parejas que se paraban en las esquinas para darse besos furtivos en la clandestinidad de la madrugada o a lo que todos querían contar (y fantasear) a los amigos al día siguiente, que si tal o cuál vecina se había quitado o se había puesto tras las cortinas sin acordarse de apagar la luz y que semejante atrevimiento les había permitido contemplar su silueta.

Cada uno, en función de la situación de su casa en la calle del pueblo que viviera, de la posición de la habitación dentro de la casa o de su cama dentro del cuarto, las opciones de pillar antes o después el sueño y de tener o no tener entretenimiento, variaban de la noche a la mañana, así que había quien su cuarto no tenía más que una pequeña ventana, por la que ni entraba aire, ni le permitía distraerse, hasta los que tenían la suerte de vivir frente a un parque, por lo que a la más mínima brisa, de momento se les hacía la noche más fresca. Y a las malas, eran los primeros en conocer las nuevas parejas del pueblo que acudían cada noche sin falta a darse en sus bancos los primeros arrumacos.

Sin embargo, de todos los amigos de la edad de José Antonio, ninguno tenía su suerte. Si bien es cierto que algunos presumían de atrevidas vecinas, algún otro de que si fulanito y menganita anoche se dieron el lote delante de sus ojos, que cogió los prismáticos que tiene su padre y le pudo ver hasta el color del sujetador, y hasta el que los vecinos de su calle estaban sentados en la puerta hasta altas horas y lo tenían al tanto de todos los cotilléos del pueblo, pues bien, nada de eso, ni vecinas atrevidas, ni parejas desatadas, ni vecinos cotillas, podían acompañarte en la noche como le acompañaban a él. Es verdad que no todas las noches tenía suerte, que había muchas que su acompañante no llegaba a su cita y allí lo tenía horas y horas a la espera de ver encenderse la luz de su cuarto, otras que se iba antes de que él pudiera quedarse dormido, pero las veces que sus horas y las de José Antonio coincidían en el tiempo, ni perros, ni gatos, ni luces, ni voces, ni vecinas que se desnudaran sin cortinas de por medio, conseguían que sus ojos se fijaran en otra cosa. Además, la diosa fortuna había hecho que su compañero nocturno, su vecino de acera de enfrente, eligiera una habitación y una posición en ella, que si él la hubiera tenido que elegir para su deleite personal, no hubiera sido muy distinta, tan sólo alguna noche le hubiera pedido que abriese del todo una de las hojas de su ventana, para que el borde de la misma no le tapara parte de su obra y le dejara contemplar plenamente el avance que hacía en sus creaciones.

Para acabar ya con la intriga, tengo que deciros que el vecino en cuestión era pintor, pero no de brocha gorda, pintor de pinceles finos y de cuando en vez, de plumilla. Pintor de pueblo, de su pueblo, de sus costumbres, de sus gentes, de sus calles y plazas y hasta de sus tejados. Así que en esas pasaba José Antonio sus noches hasta que lograba conciliar el sueño, admiraba como su vecino, con todo el cuidado del mundo, pintaba con esmero cada una de las piedras de la calle escalerillas, o las tejas, perfectamente alineadas de los tejados de las casas de las últimas calles del pueblo que al fondo mostraban un verde campo de olivos. Era curioso ver que pese a que su pueblo, como todos, entremezclaba casas nuevas junto a otras que no lo estaban tanto, su vecino nunca ponía éstas últimas en sus cuadros, para él, como buen loperano, su pueblo era el mejor, sus casas perfectas, sin un desconchón, sin una teja partida ni mal colocada, con sus calles perfectamente empedradas y sus olivos al fondo perfectamente cuidados. Pero si había algo que caracterizaba los cuadros del vecino, eran dos inconfundibles figuras que acompañaban casi la totalidad de sus cuadros y que suponían su segunda firma, las monjitas y los mulos. No había cuadro de una calle o plaza del pueblo en el que o bien aparecía un mulo en la puerta de una casa o acompañando a su dueño, o bien aparecía una pareja de hermanitas de la Cruz caminando o paradas en la puerta de alguna casa en su impagable labor de recogida de dinero para luego ayudar a los más necesitados.

Pues bien, así pasaba sus noches, deseando que la luz del estudio del vecino se encendiese para poder seguir los avances en sus cuadros, para ver con qué mimo y paciencia pintaba cada una de las piedras de las calles, la perfección de esos tejados o la luminosidad de las hojas verdes de los olivos, porque esa era otra curiosidad, en Lopera no había ni un día que estuviera nublado, siempre hacía sol y por tanto, los cuadros se mostraban plenos de luz y alegrías allá por donde los miraras. También, gracias a los cuadros del vecino, José Antonio pudo conocer algunas plazas y calles de otras ciudades como Jaén y Sevilla, pero éstos le me gustaban bastante menos, salvo uno que hizo una vez de la Maestranza de Sevilla que lo tenía enamorado, pedía una y otra vez que se equivocase para que no pudiera terminarlo y de esa manera, cada noche al encender la luz, pudiera volver a contemplar ese ruedo maestrante visto desde uno de los vomitorios de acceso a los tendidos.

Pero no os penséis que todo era tan bonito, que también tenía sus cosas por culpa de aquella "afición" nocturna. Resulta que el pintor, que para la mayoría en Lopera era el director de la caja, era también muy amigo de su abuelo materno, que en algún momento de su vida también tuvo afición por los pinceles, así que alguna que otra vez, allí que subían, nieto y abuelo, hasta el estudio del pintor para ver los avances de alguno de sus cuadros y que el abuelo le diera su opinión sobre lo que llevaba hecho. De esta forma se encontraba de cerca, frente a frente, con aquello que noche tras noche lo tenía hipnotizado, en ese momento podía ver de cerca las piedras, el mulo, las monjitas y hasta unos chavales toreando que el vecino le dijo que se había inspirado al verlos a su primo y a él jugando a los toros después de volver de una fiestas en el pueblo de los abuelos paternos. Eso sí, cada vez que subía escaleras arriba, con los nervios que se lo comían y con la seguridad de que no se iba a sorprender de lo que allí viese, puesto que se lo sabía de memoria, no le quedaba otra que poner cara de sorpresa para que nadie pudiera imaginarse en qué empleaba su tiempo en las madrugadas estivales.

Y algunas veces, casualidades del destino, algunos de esos cuadros que se sabía de memoria porque los había visto "crecer" noche a noche, terminaron colgados de algunas de las paredes de su casa, lo que le permitía seguir contemplando día a día esas monjitas por la calle real o aquel mulo junto al pilar y hacer que su vida y la de los cuadros estuvieran ligadas de principio a fin.


JOSÉ ANTONIO RISOTO ESPÍN. Ganador del I Certamen de Relatos Breves "Ecos Loperanos" - Tema Lopera.


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